EL CASCANUECES

Y EL REY

DE LOS RATONES

Por Ernest  Theodor Wilhem

Hoffmann

LA NOCHEBUENA

El día 24 de diciembre los niños del consejero de Sanidad, Stahlbaum, no pudieron entrar en todo el día en el hall y mucho menos en el salón contiguo. Refugiados en una habitación interior estaban Federico y María; la noche se venía encima, y les fastidiaba mucho que -cosa corriente en días como aquél- no se ocuparan de ponerles luz. Federico descubrió, diciéndoselo muy callandito a su hermana menor -apenas tenía siete años-, que desde por la mañana muy temprano había sentido ruido de pasos y unos golpecitos en la habitación prohibida. Hacía poco también que se deslizó por el vestíbulo un hombrecillo con una gran caja debajo del brazo, que no era otro sino el padrino Drosselmeier. María palmoteó alegremente, exclamando:

-¿Qué nos habrá hecho el padrino Drosselmeier? El magistrado Drosselmeier no era precisamente un hombre guapo; bajito y delgado, tenía muchas arrugas en el rostro; en el lugar del ojo derecho llevaba un gran parche negro, y disfrutaba de una enorme calva, por lo cual llevaba una hermosa peluca, que era de cristal y una verdadera obra maestra. Era además el padrino más habilidoso; entendía mucho de relojes de casa, el de Stahlbaum se descomponía y no daba la hora ni marchaba, presentábase el padrino Drosselmeir, se quitaba la peluca y el gabán amarillo, anudábase un delantal azul y comenzaba a pinchar el reloj con instrumentos puntiagudos que a la pequeña María le solían producir dolor, pero que no se lo hacían al reloj, sino que le daban vida, y a poco comenzaba a marchar y a sonar, con gran alegría de todos. Siempre que iba llevaba cosas bonitas para los niños en el bolsillo: ya un hombrecito que movía los ojos y hacía reverencias muy cómicas, ya una cajita de la que salía un pajarito, ya otra cosa. Pero en Navidad siempre preparaba algo artístico, que le había costado mucho trabajo, por lo cual, en cuanto lo veían los niños, lo guardaban cuidadosamente los padres.

-¿Qué nos habrá hecho el padrino Drosselmeier? -repitió María.

Federico opinaba que no debía de ser otra cosa que una fortaleza, en la cual pudiesen marchar y maniobrar muchos soldados, y luego vendrían otros que querrían entrar en la fortaleza, y los de dentro los rechazarían con los cañones, armando mucho estrépito.

-No, no -interrumpía María a su hermano-: el padrino me ha hablado de un hermoso jardín con un lago en el que nadaban blancos cisnes con cintas doradas en el cuello, los cuales cantaban las más lindas canciones. Y luego venía una niñita, que se llegaba al estanque y llamaba la atención de los cisnes y les daba mazapán.


-Los cisnes no comen mazapán-replicó Federico, un poco grosero-, y tampoco puede el padrino hacer un jardín grande. La verdad es que tenemos muy pocos juguetes suyos; en seguida nos los quitan; por eso prefiero los que papá y mamá nos regalan, pues ésos nos los dejan para que hagamos con ellos lo que queramos.

Los niños comentaban lo que aquella vez podría ser el regalo. María pensaba que la señorita Trudi -su muñeca grande- estaba muy cambiada, porque, poco hábil, como siempre, se caía al suelo a cada paso, sacando de las caídas bastantes señales en la cara y siendo imposible que estuviera limpia. No servían de nada los regaños, por fuertes que fuesen. También se había reído mamá cuando vio que le gustaba tanto la sombrilla nueva de Margarita. Federico pretendía que su cuadra carecía de un alazán y sus tropas estaban escasas de caballería, y eso era perfectamente conocido de su padre. Los niños sabían de sobra que sus papás les habrían comprado toda clase de lindos regalos, que se ocupaban en colocar; también estaban seguros de que, junto a ellos, el Niño Jesús los miraría con ojos bondadosos, y que los regalos de Navidad esparcían un ambiente de bendición, como si los hubiese tocado la mano divina. A propósito recordaban los niños, que sólo hablaban de esperados regalos, que su hermana mayor, Elisa, les decía que era el Niño Jesús el que les enviaba, por mano de los padres, lo que más le pudiera agradar. El sabía mucho mejor que ellos lo que les proporcionaría placer, y los niños no debían desear nada, sino esperar tranquila y pacientemente lo que les dieran. La pequeña María quedóse muy pensativa; pero Federico decíase en voz baja:

-Me gustaría mucho un alazán y unos cuantos húsares.

Había oscurecido por completo. Federico y María, muy juntos, no se atrevían a hablar una palabra; parecíales que en derredor suyo revoloteaban unas alas muy suavemente y que a lo lejos se oía una música deliciosa. En la pared reflejóse una gran claridad, lo cual hizo suponer a los niños que Jesús ya se había presentado a otros niños felices. En el mismo momento sonó un tañido argentino: "Tilín, tilín." Las puertas abriéronse de par en par, y del salón grande salió tal claridad que los chiquillos exclamaron a gritos "¡Ah!... ¡Ah!..." y permanecieron como extasiados, sin moverse. El padre y la madre aparecieron en la puerta; tomaron a los niños de la mano y les dijeron:

-Venid, venid, queridos, y veréis lo que el Niño Dios os ha regalado.

LOS REGALOS

A ti me dirijo, amable lector y oyente, Federico..., Teodoro..., Ernesto, o como te llames, rogándote que te representes el último árbol de Navidad, adornado de lindos regalos; de ese modo podrás darte exacta cuenta de cómo estaban los niños quietos, mudos de entusiasmo, con los ojos muy abiertos; y sólo después de transcurrido un buen rato la pequeña María articuló, dando un suspiro: -¡Qué bonito!... ¡Qué bonito!

Y Federico intentó dar algún salto, que le resultó demasiado a lo vivo. Para conseguir aquel momento los niños habían tenido que ser juiciosos y buenos durante todo el año, pues en ninguna ocasión les regalaban cosas tan lindas como en ésta. El gran árbol, que estaba en el centro de la habitación, tenía muchas manzanas, doradas y plateadas, y figuraban capullos y flores, almendras garrapiñadas y bombones envueltos en papeles de colores, y toda clase de golosinas, que colgaban de las ramas. Lo más hermoso del árbol admirable era que en la espesura de sus hojas oscuras ardía una infinidad de lucecitas, que brillaban como estrellas; y mirando hacia él, los niños suponían que los invitaba a tomar sus flores y sus frutos. Junto al árbol, todo brillaba y resplandecía, siendo imposible de explicar las muchas cosas lindas que se veían. María descubrió una hermosa muñeca, toda clase de utensillos monísimos y, lo que más bonito le pareció, un vestidito de seda adornado con cintas de colores, que estaba colgado de manera que se le veía de todas partes, haciéndole repetir:

-¡Qué vestido tan bonito!... ¡Qué precioso!... Y de seguro que me permitirán que me lo ponga. Entretanto, Federico ya había dado dos o tres veces la vuelta alrededor de la mesa para probar el nuevo alazán que encontrara en ella. Al apearse nuevamente, pretendía que era un animal salvaje, pero que no le importaba y que en él haría la guerra con los escuadrones de húsares, que aparecían muy nuevecitos, con sus trajes dorados y amarillos, sus armas plateadas y montados en sus blancos caballos, que hubiérase podido creer eran asimismo de plata pura.


Los niños, algo más tranquilos, dedicáronse a mirar los libros de estampas que, abiertos, exponían ante su vista una colección de dibujos de flores, de figuras humanas y de animales, tan bien hechos que parecía iban a hablar; con ellos pensaban seguir entretenidos, cuando volvió a sonar la campanilla. Aún quedaba por ver el regalo del padrino Drosselmeier, y apresuradamente dirigiéronse los chiquillos a una mesa que estaba junto a la pared. En seguida desapareció el gran paraguas bajo el cual se ocultaba hacía tanto tiempo, y ante la curiosidad de los niños apareció una maravilla. En una pradera, adornada con lindas flores, alzábase un castillo, con ventanas espejeantes y torres doradas. Oyóse una música de campanas, y las puertas y las ventanas se abrieron, dejando ver una multitud de damas y caballeros; chiquitos pero bien proporcionados, con sombreros de plumas y trajes de cola, que se paseaban por los salones. En el central, que parecía estar ardiendo -tal era la iluminación de las lucecillas de las arañas doradas-, bailaban unos cuantos niños, con camisitas cortas y enagüitas, siguiendo los acordes de la música de las campanas. Un caballero, envuelto en una capa esmeralda, asomábase de vez en cuando a una ventana, miraba hacia fuera y volvía a desaparecer, en tanto que el mismo padrino Drosselmeier, aunque de tamaño como el dedo pulgar de papá, estaba a la puerta del castillo y penetraba en él. Federico, con lo brazos apoyados en la mesa, contempló largo rato el castillo y las figuritas, que bailaban y se movían de un lado para otro; luego dijo:

-Padrino Drosselmeier, déjame entrar en el castillo. El magistrado le convenció que aquello no podía ser. Tenía razón y parecía mentira que a Federico se le ocurriera la tontería de querer entrar en un castillo, que, contando con las torres y todo, no era tan alto como él. En seguida se convenció. Después de un rato, como las damas y los caballeros seguían paseando siempre de la misma manera, los niños bailando de igual modo, el hombrecillo de la capa esmeralda asomándose a la misma ventana a mirar y el padrino Drosselmeier entrando por aquella puerta, Federico, impaciente, dijo:

-Padrino, sal por la otra puerta que está más arriba.

-No puede ser, querido Federico -respondió el padrino.

-Entonces -repuso Federico-que el hombrecillo verde se pasee con el otro.

-Tampoco puede ser -respondió de nuevo el magistrado.

-Pues que bajen los niños; quiero verlos más de cerca -exclamó Federico.


-Vaya, tampoco puede ser -dijo el magistrado, un poco molesto-; el mecanismo tiene que quedarse conforme está.

-¿Lo mismo?... -preguntó Federico en tono de aburrimiento-. ¿Sin poder hacer otra cosa? Mira, padrino, si tus almibarados personajes del castillo no pueden hacer más que la misma cosa siempre no sirven para mucho y no vale la pena de asombrarse. No; prefiero mis húsares, que maniobran hacia adelante y hacia atrás, a medida de mi deseo, y no están encerrados.


Y saltó en dirección de la otra mesa, haciendo que sus escuadrones trotasen y diesen la vuelta y cargaran y dispararan a su gusto. También María se deslizó en silencio fuera de allí, pues, lo mismo que a su hermano, le cansaba el ir y venir sin interrupción de las muñequitas del castillo; pero como era más prudente que Federico, no lo dejó ver tan a claras. El magistrado Drosselmeier, un poco amostazado, dijo a los padres:

-Estas obras artísticas no son para niños ignorantes; voy a volver a guardar mi castillo.

La madre pidióle que le enseñara la parte interna del mecanismo que hacía moverse de un modo tan perfecto a todas aquellas muñequitas. El padrino lo desarmó todo y lo volvió a armar. Con aquel trabajo recobró su buen humor, y regaló a los niños unos cuantos hombres y mujeres pardos, con los rostros, los brazos y las piernas dorados. Eran de Thom y tenían el olor agradable y dulce de alajú, de lo cual Federico y María se alegraron mucho. Luisa, la hermana mayor, se había puesto, por mandato de la madre, el traje nuevo que le regalaran, y María, cuando se tuvo que poner el suyo también, quiso contemplarlo un rato más, cosa que se le permitió de buen grado.


EL PROTEGIDO

María quedóse parada delante de la mesa de los regalos, en el preciso momento en que ya se iba a retirar, por haber descubierto una cosa que hasta entonces no viera. A través de la multitud de húsares de Federico, que formaban en parada junto al árbol, veíase un hombrecillo, que modestamente se escondía como si esperase a que llegara el turno. Mucho habría que decir de su tamaño, pues, según se le veía, el cuerpo, largo y fuerte, estaba en abierta desproporción con las piernas, delgadas, y la cabeza resultaba asimismo demasiado grande. Su manera de vestir era la de un hombre de posición y gusto. Llevaba una chaquetilla de húsar de color violeta vivo con muchos cordones y botones, pantalones del mismo estilo y unas botas de montar preciosas, de lo más lindo que se puede ver en los pies de un estudiante, y mucho más en los de un oficial. Ajustaban tan bien a las piernecillas como si estuvieran pintadas. Resultaba sumamente cómico que con aquel traje tan marcial llevase una capa escasa, mal cortada, que parecía de madera, y una montera de gnomo; al verlo pensó María que también el padrino Drosselmeier usaba un traje de mañana muy malo y nunca gorra incapaz y, sin embargo, era un padrino encantador. También se le ocurrió a María que el padrino tenía una expresión tan amable como el hombrecillo, aunque no era tan guapo. Mientras María contemplaba al hombrecillo, que desde el primer momento le había sido simpático; fue descubriendo los rasgos de bondad que aparecían en su rostro. Sus ojos verde claro, grandes y un poco parados, expresaban agrado y bondad. Le iba muy bien la barba corrida, de algodón, que hacía resaltar la sonrisa amable de su boca.

-Papá -exclamó María al fin-, ¿a quién pertenece ese hombrecillo que está colgado del árbol?

-Ese, hija mía-respondió el padre-ha de trabajar para todos partiendo nueces, y, por tanto, pertenece a Luisa lo mismo que a Federico y a ti.


El padre lo cogió y, levantándole la capa, abrió una gran boca, mostrando dos hileras de dientes blancos y afilados, María le metió en ella una nuez, y... ¡crac!..., el hombre mordió y las cáscaras cayeron, dejando entre las manos de María la nuez limpia. Entonces supieron todos que el hombrecillo pertenecía a la clase de los partidores y que ejercía la profesión de sus antepasados. María palmoteó alegremente, y su padre le dijo:

-Puesto que el amigo Cascanueces te gusta tanto, puedes cuidarle, sin perjuicio, como ya te he dicho, de que Luisa y Federico lo utilicen con el mismo derecho que tú.

María lo tomó en brazos, le hizo partir nueces; pero buscaba las más pequeñas para que el hombrecillo no tuviese que abrir demasiado la boca, que no le convenía nada. Luisa lo utilizó también, y el amigo partidor partió una porción de nueces para todos, riéndose siempre con su sonrisa bondadosa. Federico, que ya estaba cansado de tanta maniobra y ejercicio y oyó el chasquido de las nueces, llegóse junto a sus hermanas y se rió mucho del grotesco hombrecillo, que pasaba de mano en mano sin cesar de abrir y cerrar la boca con su ¡crac!, ¡crac! Federico escogía siempre las mayores y más duras, y una vez que le metió en la boca una enorme, ¡crac!, ¡crac!..., tres dientes se le cayeron al pobre partidor, quedándole la mandíbula inferior suelta y temblona.

-¡Pobrecito Cascanueces! -exclamó María a gritos, quitándoselo a Federico de las manos.

-Es un estúpido y un tonto -dijo Federico-; quiere ser partidor y no tiene las herramientas necesarias ni sabe su oficio. Dámelo, María; tiene que partir nueces hasta que yo quiera, aunque se quede sin todos los dientes y hasta sin la mandíbula superior, para que no sea holgazán.

-No, no-contestó María llorando-; no te daré mi querido Cascanueces, mírale cómo me mira dolorido y me enseña su boca herida. Eres un cruel, que siempre estás dando latigazos a tus caballos y te gusta matar a los soldados.


-Así tiene que ser; tú no entiendes de eso -repuso Federico-, y el Cascanueces es tan tuyo como mío; conque dámelo.

María comenzó a llorar a lágrima viva y envolvió cuidadosamente al enfermo Cascanueces en su pañuelo. Los padres acudieron al alboroto con el padrino Drosselmeier, que desde luego se puso de parte de Federico. Pero el padre dijo:

-He puesto a Cascanueces bajo el cuidado de María, y como al parecer lo necesita ahora, le concedo pleno derecho sobre él, sin que nadie tenga que decir una palabra. Además, me choca mucho en Federico que pretenda que un individuo inutilizado en el servicio continúe en la línea activa. Como buen militar, debe saber que los heridos no forman nunca.

Federico, avergonzado, desapareció, sin ocuparse más de las nueces ni del partidor, y se fue al otro extremo de la mesa, donde sus húsares, luego de haber recorrido los puestos avanzados, se retiraron al cuartel. María recogió los dientes perdidos de Cascanueces, le puso alrededor de la barbilla una cinta blanca que había quitado de un vestido suyo y luego envolvió con más cuidado aún en su pañuelo al pobre mozo, que estaba muy pálido y asustado. Así lo sostuvo en sus brazos, meciéndolo como a un niño, mientras miraba las estampas de uno de los nuevos libros que les regalaran. Se enfadó mucho, cosa poco frecuente en ella, cuando el padrino Drosselmeier, riéndose, le preguntó cómo podía ser tan cariñosa con un individuo tan feo. El parecido son su padrino, que le saltara a la vista desde el principio, se le hizo más patente aún, y dijo muy seria:

-Quien sabe, querido padrino, si tú también te vistieses como el muñequito y te pusieses sus botas brillantes si estarías tan bonito como él.

María no supo por qué sus padres se echaron a reír con tanta gana y por qué al magistrado se le pusieron tan rojas las narices y no se rió ya tanto como antes. Seguramente habría una razón para ello.

PRODIGIOS

En el gabinete del consejero de Sanidad, conforme se entra a mano izquierda, en el lienzo de pared más grande, hállase un armario de cristales alto, en el que los niños colocan las cosas bonitas que les regalan todos los años. Era muy pequeña Luisa cuando su padre lo mandó hacer a un carpintero famoso, el cual le puso unos cristales tan claros y, sobre todo, supo arreglarlo tan bien, que lo que se guarda en él resulta más limpio y bonito que cuando se tiene en la mano. En la tabla más alta, a la que no alcanzaban María ni Federico, guardábanse las obras de arte del padrino Drosselmeier; en la inmediata, los libros de estampa; las dos inferiores reservábanse para que Federico y María las llenasen a su gusto, y siempre ocurría que la más baja se ocupaba con la casa de las muñecas de María y la otra superior servía para cuartel de las tropas de Federico.

En la misma forma quedaron el día a que nos referimos, pues mientras Federico acondicionaba arriba a sus húsares, María colocaba en la habitación, lindamente amueblada, y junto a la señorita Trudi, a la elegante muñeca nueva, convidándose con ellas a tomar una golosina. He dicho que el cuarto estaba lindamente amueblado y creo que tengo razón, y no sé si tú, atenta lectora María, al igual que la pequeña Stahbaum -me figuro que estás enterada de que se llamaba María-, tendrás, como ésta, un lindo sofá de flores, varias preciosas sillitas, una monísima mesa de té y, lo más bonito de todo, una camita reluciente, en la que descansaban las muñecas más lindas. Todo esto estaba en el rincón del armario, cuyas paredes aparecían tapizadas con estampas, y puedes figurarte que en el tal cuarto la muñeca nueva, que, como María supo aquella misma noche, se llamaba señorita Clarita, había de encontrarse muy a gusto.

Era ya muy tarde, casi media noche; el padrino Drosselmeier habíase marchado hacía rato, y los niños no se decidían aún a separarse del armario de cristales, a pesar de que la madre les había dicho repetidas veces que era hora de irse a la cama.


-Es cierto -exclamó al fin Federico-; los pobres infelices -se refería a sus húsares- necesitan tambien descansar, y mientras yo esté aquí estoy seguro de que no se atreven a dar ni una cabezada.

Y al decir esto se retiró. María, en cambio, rogó:

-Mamaíta, déjame un ratito más, sólo un ratito. Aún tengo mucho que arreglar; en cuanto lo haga, te prometo que me voy a la cama.

María era una niña muy juiciosa, y la madre podía dejarla sin cuidado alguno con los juguetes. Con objeto de que María, embebida con la muñeca nueva y los demás juguetes, no se olvidase de las luces que ardían junto al armario, la madre las apagó todas, dejando solamente encendida la lámpara colgada que había en el centro de la habitación, la cual difundía luz tamizada.

-Acuéstate en seguida, querida María; si no, mañana no podrás levantarte a tiempo -dijo la madre, desapareciendo para irse al dormitorio.

En cuanto María se quedó sola, dirigióse decididamente a hacer lo que tenía en el pensamiento y que, sin saber por qué, había ocultado a su madre. Todo el tiempo llevaba en brazos al pobre Cascanueces herido, envuelto en su pañuelo. En este momento dejólo con cuidado sobre la mesa; le quitó el pañuelo y miró las heridas. Cascanueces estaba muy pálido, pero seguía sonriendo amablemente, lo cual conmovió a María.

-Cascanueces mío -exclamó muy bajito-, no te disgustes por lo que mi hermano Federico te ha hecho; no ha creído que te haría tanto daño, pero es que se ha hecho un poco cruel con tanto jugar a los soldados; por lo demás, es buen chico, te lo aseguro. Yo te cuidaré lo mejor que pueda hasta que estés completamente bien y contento; te pondré en su sitio tus dientecitos; los hombros te los arreglará el padrino Drosselmeier, que entiende de esas cosas.

No pudo continuar María, pues en cuanto nombró al padrino Drosselmeier, Cascanueces hizo una mueca de disgusto y de sus ojos salieron chispas como pinchos ardiendo. En el momento en que María se sentía asustada, ya tenía el buen Cascanueces su rostro sonriente, que la miraba, y se dio cuenta de que el cambio que sufriera debíase sin duda a la luz de la difusa lámpara.


-¡Qué tonta soy asustándome así y creyendo que un muñeco de madera puede hacerme gestos! Cascanueces me gusta mucho, por lo mismo que es tan cómico, y a un tiempo tan agradable, y por eso he de cuidarlo como se merece.


María tomó en sus brazos a Cascanueces, acercóse al armario de cristales, agachóse delante de él y dijo a la muñeca nueva:

-Te ruego encarecidamente, señorita Clarita, que dejes la cama al pobre Cascanueces herido y te arregles como puedas en el sofá. Pienso que tú estás buena y sana -pues si no no tendrías esas mejillas tan redondas y tan coloradas- y que pocas muñecas, por muy bonitas que sean, tendrán un sofá tan blando.

La señorita Clara, muy compuesta con su traje de Navidad, quedóse un poco contrariada y no dijo esta boca es mía.

-Esto lo hago por cumplir -dijo María.

Y sacó la cama, colocó en ella con cuidado a Cascanueces, le lió un par de cintas más de otro vestido suyo para los hombros y lo tapó hasta las narices.

No quiero que se quede cerca de la desconsiderada Clarita -dijo para sí.

Y sacó la cama con su paciente, poniéndola en la tabla superior, cerca del lindo pueblecito donde estaban acantonados los húsares de Federico. Cerró el armario y dirigió sus pasos hacia su cuarto, cuando..., escuchad bien, niños, comenzó a oír un ligero murmullo, muy ligero, y un ruido detrás de la estufa, de las sillas, del armario. El reloj de pared andaba cada vez con más ruido, pero no daba la hora. María lo miró, y vio que el búho que estaba encima había dejado caer la alas, cubriendo con ellas todo el reloj, y tenía la cabeza de gato, con su pico ganchudo, echada hacia delante. Y, cada vez más fuerte, decía: "¡Tac, tac, tac!; todo debe sonar con poco ruido...; el rey de los ratones tiene un oído muy sutil...; tac, tac, tac!, cantadle la vieja cancioncita...; suena, suena, campanita, suena doce veces."

María, toda asustada quiso echar a correr, cuando vio al padrino Drosselmeier, que estaba sentado encima del reloj en lugar del gran búho, con su gabán amarillo extendido sobre el reloj como si fueran dos alas; y haciendo un esfuerzo sobre sí misma, dijo:

-Padrino Drosselmeier, padrino Drosselmeier, ¿qué haces allí arriba? ¡Bájate y no me asustes!


Entonces oyóse pitar y chillar locamente por todas partes, y un correr de piececillos pequeños detrás de las paredes, y miles de lucecitas cuyo resplandor asomaba por todas las rendijas. Pero no, no eran luces: eran ojitos brillantes; y María advirtió que de todos los rincones asomaban ratoncillos, que trataban de abrirse camino hacia afuera. A poco comenzó a oírse por la habitación un trotecillo, y aparecieron multitud de ratones, que fueron a colocarse en formación, como Federico solía colocar a sus soldados cuando los sacaba para alguna batalla.

María avanzó muy resuelta, y como quiera que no tenía el horror de otros niños a los ratones, trató de vencer el miedo; pero empezó a oírse tal estrépito de silbidos y gritos que sintió por la espalda un frío de muerte. ¡Y lo que vio, Dios mío!


Estoy seguro, querido lector, de que tú, lo mismo que el general Federico Stahlbaum, tienes el corazón en su sitio; pero si hubieras visto lo que vio María, de fijo que habrías echado a correr, y mucho me equivoco si no te metes en la cama y te tapas hasta los orejas. La pobre María no pudo hacerlo porque... escucha, lector...: bajo sus pies mismos salieron, como empujados por una fuerza subterránea, la arena y la cal y los ladrillos hechos pedazos, y siete cabezas de ratón, con sus coronitas, surgieron del suelo chillando y silbando. A poco apareció el cuerpo a que pertenecían las siete coronadas cabecitas, y el ratón grande con siete diademas gritó con gran entusiasmo, vitoreando tres veces al ejército, que se puso en movimiento y se dirigió al armario, sin ocuparse de María, que estaba pegada a la puerta de cristales de él.

El miedo hacíale latir el corazón a María de modo que creyó iba a salírsele del pecho y morirse de repente, y ahora le parecía que en sus venas se paralizaba la sangre. Medio sin sentido retrocedió, y oyó un chasquido...: ¡prr..., prr...!: la puerta de cristales en que apoyaba el hombro cayó al suelo rota en mil pedazos. En el mismo instante sintió un gran dolor en el brazo izquierdo, pero se le quitó un gran peso de encima al advertir que ya no oía los gritos y los silbidos; toda había quedado en silencio, y aunque no se atrevía a mirar, parecíale que los ratones, asustados con el ruido de los cristales rotos, habíanse metido en sus agujeros.

¿Qué sucedió después? Detrás de María, en el armario, empezó a sentirse ruido, y unas vocecillas finas empezaron a decir: "¡Arriba..., arriba!...; vamos a la batalla... esta noche precisamente...; ¡arriba..., arriba..., a las ramas!" Y escuchó un acorde armonioso de campanas.

-¡Ah! -pensó María-. Es mi juego de campanas. Entonces vio que dentro del armario había gran revuelo y mucha luz y un ir y venir apresurado. Varias muñecas corrían de un lado para otro, levantando los brazos en alto.

De pronto, Cascanueces se incorporó, echó abajo las mantas y, saltando de la cama, púsose de pie en el suelo.

-¡Crac..., crac..., crac!...; estúpidos ratones..., cuánta tontería; ¡crac, crac!...; partida de ratones..., ¡crac..., crac!..., todo tontería.

Y diciendo estas palabras y blandiendo una espadita, dio un salto en el aire, y añadió:

-Vasallos y amigos míos, ¿queréis ayudarme en la dura lucha?

En seguida respondieron tres Escaramuzas y un Pantalón, cuatro Deshollinadores, dos Citaristas y un Tambor:

-Sí, señor, nos unimos a vos con fidelidad; con vos iremos a la muerte, a la victoria, a la lucha.


Y se lanzaron hacia el entusiasmado Cascanueces, que se atrevió a intentar el salto peligroso desde la tabla de arriba al suelo. Los otros se echaron abajo con facilidad, pues no sólo llevaban trajes de paño y seda, sino que, como estaban rellenos de algodón y de paja, cayeron como sacos de lana. Pero el pobre Cascanueces se hubiera roto los brazos y las piernas -porque desde donde él estaba al suelo había más de dos pies y su cuerpo era frágil, como hecho de madera de tilo- si en el momento en que saltó, la señorita Clarita no se hubiera levantado rápidamente del sofá para recibir en sus brazos al héroe con la espada desnuda.

-¡Ah buena Clarita! -susurró María-. ¡Cómo me he equivocado en mi juicio respecto de ti! Seguramente que dejaste tu cama al pobre Cascanueces con mucho gusto.

La señorita Clara decía, mientras estrechaba contra su pecho al joven héroe:

-¿Queréis, señor, herido y enfermo como estáis, exponeros a los peligros de una lucha? Mirad cómo vuestros fieles vasallos se preparan y, seguros de la victoria, se reúnen alegres. Escaramuza, Pantalón, Deshollinador, Citarista y Tambor ya están abajo, y las figuras del escudo que está en esta tabla ya se están moviendo. Quedaos, señor, a descansar en mis brazos, o si queréis, desde mi sombrero de plumas podéis contemplar la marcha de la batalla.

Así habló Clarita; pero Cascanueces mostróse muy molesto y pataleó de tal modo que Clara no tuvo más remedio que dejarlo en el suelo. En el mismo momento, con una rodilla en tierra, dijo muy respetuoso:

-¡Oh, señora! Siempre recordaré en la pelea vuestro favor y vuestra gracia.

Clarita se inclinó tanto que lo pudo coger por los brazos, y lo levantó en alto; desatóse el cinturón, adornado de lentejuelas, y quiso ponérselo al hombrecillo, el cual, echándose atrás dos pasos, con la mano sobre el pecho, dijo muy digno:

-Señora, no os molestéis en demostrarme de ese modo vuestro favor, pues...

Interrumpióse, suspiró profundamente, desatóse rápido la cintita con que María le vendara los hombros, apretóla contra los labios, se la colgó a modo de banderola y lanzóse, blandiendo la pequeña espada desnuda, ágil y ligero como un pajarillo, por encima de las molduras del armario al suelo.

Habréis advertido, querido lectores, que Cascanueces apreciaba todo el amor y la bondad que María le demostrara, y a causa de él no había aceptado la cinta de Clarita, aunque era muy vistosa y elegante, prefiriendo llevar como divisa la cintita de María.

¿Qué ocurrió después? En cuanto Cascanueces estuvo en el suelo volvió a comenzar el ruido de silbidos y gritos agudos. Debajo de la mesa agrupábase el ejército innumerable de ratones, y de entre ellos sobresalía el asqueroso de siete cabezas. ¿Qué iba a ocurrir?


LA BATALLA

-¡Toca generala, vasallo Tambor! -exclamó Cascanueces en alta voz.

E inmediatamente comenzó Tambor a redoblar de una manera artística, haciendo que retemblasen los cristales del armario.

Entonces oyéronse crujidos y chasquidos, y María vio que la tapa de la caja en que Federico tenía acuarteladas sus tropas saltaba de repente, y todos los soldados se echaban a la tabla inferior, donde formaron un brillante cuerpo de ejército.

Cascanueces iba de un lado para otro, animando a las tropas con sus palabras.

-No se mueve ni un perro de Trompeta -exclamó de pronto irritado.

Y volviéndose hacia Pantalón, que algo pálido balanceaba su larga barbilla, dijo:

-General, conozco su valor y su pericia; ahora necesitamos un golpe de vista rápido y aprovechar el momento oportuno; le confío el mando de la caballería y la artillería reunidas; usted no necesita caballo, pues tiene las piernas largas y puede fácilmente galopar con ellas. Obre según su criterio.

En el mismo instante, Pantalón metióse los secos dedos en la boca y sopló con tanta fuerza que sonó como si tocasen cien trompetas. En el armario sintióse relinchar y cocear, a los coraceros y los dragones de Federico, y en particular los flamantes húsares, pusiéronse en movimiento, y a poco estuvieron en el suelo.

Regimiento tras regimiento desfilaron con bandera desplegada y música ante Cascanueces y se colocaron en fila, atravesados en el suelo del cuarto. Delante de ellos aparecieron los cañones de Federico, rodeados de sus artilleros, y pronto se oyó el ¡bum..., bum!, y María pudo ver cómo las grageas llovían sobre los compactos grupos de ratones, que, cubiertos de blanca pólvora, sentíanse verdaderamente avergonzados. Una batería, sobre todo, que estaba atrincherada bajo el taburete de mamá, les causó grave daño tirando sin cesar granos de pimienta sobre los ratones, haciéndoles bastantes bajas.

Los ratones, sin embargo, acercáronse más y más, y llegaron a rodear a algunos cañones; pero siguió el ¡brr..., brr..., y María quedó ciega de polvo y de humo y apenas pudo darse cuenta de lo que sucedía. Lo cierto era que cada ejército peleaba con el mayor denuedo y que durante mucho tiempo la victoria estuvo indecisa. Los ratones desplegaban masas cada vez más numerosas, y sus pildoritas plateadas, disparadas con maestría, llegaban hasta dentro del armario. Desesperadas, corrían Clarita y Trudi de un lado para otro, retorciéndose las manitas.

-¿Tendré que morir en plena juventud, yo, la más linda de las muñecas? -decía Clarita.

-¿Me he conservado tan bien para sucumbir entre cuatro paredes? -exclamaba Trudi.


Y cayeron una en brazos de la otra, llorando con tales lamentos que a pesar del ruido se las oía perfectamente. Note puedes hacer una idea del espectáculo, querido lector. Sólo se escuchaba ¡b..., brr!...; ¡pii..., pii!...; bum..., burrum!..., y gritos y chillidos de los ratones y de su rey; y luego la voz potente de Cascanueces, que daba órdenes al frente de los batallones que tomaban parte en la pelea. Pantalón ejecutó algunos ataques prodigiosos de caballería, cubriéndose de gloria; pero los húsares de Federico fueron alcanzados por algunas balas malolientes de los ratones, que les causaron manchas en sus flamantes chaquetillas rojas, por cuya razón no estaban dispuestos a seguir adelante. Pantalón los hizo maniobrar hacia la izquierda, y, en el entusiasmo del mando, siguió la misma táctica con los coraceros y los dragones; así, que todos dieron media vuelta y se dirigieron hacia casa. Entonces quedó la batería apostada debajo del taburete, y a poco apareció un gran grupo de feos ratones, que la rodeó de tal modo que el taburete, con los cañones y los artilleros, cayeron en su poder. Cascanueces, muy contrariado, dio la orden al ala derecha de que hiciese un movimiento de retroceso.

Tú sabes, querido lector entendido en cuestiones guerreras, que tal movimiento equivale a una huída, y, por tanto, te das cuenta exacta del descalabro del ejército del protegido de María, del pobre Cascanueces. Aparta la vista de esta desgracia y dirígela al ala izquierda, donde todo está en su lugar y hay mucho que esperar del general y de sus tropas. En lo más encarnizado de la lucha salieron de debajo de la cómoda, con mucho sigilo, grandes masas de caballería ratonil, y con gritos estridentes y denodado esfuerzo lanzáronse contra el ala izquierda del ejército de Cascanueces, encontrando una resistencia que no esperaban. Despacio, como lo permitían las dificultades del terreno, pues habían de pasar las molduras del armario, fue conducido el cuerpo de ejército por dos emperadores chinos y formó el cuadro.

Estas tropas valerosas y pintorescas, pues en ellas figuraban jardineros, tiroleses, peluqueros, arlequines, cupidos, leones, tigres, macacos y monos, lucharon con espíritu, valor y resistencia. Con espartana valentía alejó este batallón elegido la victoria del enemigo, cuando un jinete temerario, penetrando con audacia en las filas, cortó la cabeza de uno de los emperadores chinos, y éste, al caer, arrastró consigo a dos tiroleses y un macaco. Abrióse entonces una brecha, por la que penetró el enemigo y destrozó a todo el batallón. Poca ventaja, sin embargo, sacó aquel de esta hazaña. En el momento en que uno de los jinetes del ejército ratonil, ansioso de sangre, atravesaba a un valiente contrario, recibió un golpe en el cuello con un cartel escrito que le produjo la muerte. ¿Sirvió de algo al ejército de Cascanueces, que retrocedió una vez y tuvo que seguir retrocediendo, perdiendo gente, hasta que se quedó sólo el jefe con unos cuantos delante del armario?

-¡Adelante las reservas! Pantalón..., Escaramuza..., Tambor..., ¿dónde estáis?

Así clamaba Cascanueces, que esperaba refuerzos para que le sacaran delante del armario.

Presentáronse unos cuantos hombres y mujeres de Thorn, con rostros dorados y sombreros y yelmos; pero pelearon con tanta impericia que no lograron hacer caer a ningún enemigo, y no tardaron mucho en arrancar la capucha de la cabeza al mismo general Cascanueces. Los cazadores enemigos les mordieron las piernas, haciéndolos caer y arrastrar consigo a algunos de los compañeros de armas de Cascanueces.


Encontróse éste rodeado de enemigos, en el mayor apuro. Quiso saltar por encima de las molduras del armario, pero las piernas suyas resultaban demasiado cortas. Clarita y Trudi estaban desmayadas y no podían prestarle ayuda. Húsares, dragones, saltaban alegremente a su lado. Entonces, desesperado, gritó:

-¡Un caballo..., un caballo...; un reino por un caballo!

En aquel momento, dos tiradores enemigos lo cogieron por la capa y en triunfo; chillando por siete gargantas, apareció el rey de los ratones. María no se pudo contener:

-¡Pobre Cascanueces! -exclamó sollozando.

Sin saber a punto fijo lo que hacía, cogió su zapato izquierdo y lo tiró con fuerza al grupo compacto de ratones, en cuyo centro se hallaba su rey. De pronto desapareció todo, y María sintió un dolor más agudo aún que el de antes en el brazo izquierdo y cayó al suelo sin sentido.

LA ENFERMEDAD

Cuando María despertó de su profundo sueño encontróse en su camita y con el sol que entraba alegremente en el cuarto por la ventana cubierta de hielo. Junto a ella estaba sentado un señor desconocido, que luego vio era el cirujano Wendelstern, el cual, en voz baja, decía:

-Ya despierta.

Acercóse entonces la madre y la miró con ojos asustados.

-Querida mamita -murmuró la pequeña María-.¿Se han marchado ya todos los asquerosos ratones y está salvado el bueno de Cascanueces?

-No digas tonterías, querida niña -respondió la madre-. ¿Qué tienen que ver los ratones con el Cascanueces? Tú, por ser mala, nos has dado un susto de primera. Eso es lo que ocurre cuando los niños son voluntariosos y no obedecen a sus padres. Te quedaste anoche jugando con las muñecas hasta tarde. Tendrías sueño, y quizá algún ratón, aunque no los suele haber en casa, te asustó, y te diste contra uno de los cristales del armario, rompiéndolo y cortándote en el brazo de tal manera que el doctor Wendelstern, que te acaba de sacar los cristalitos de la herida, creía que si te hubieras cortado una vena te quedarías con el brazo sin movimiento o que podías haberte desangrado. A Dios gracias, yo me desperté a media noche y te eché de menos, y me levanté, dirigiéndome al gabinete. Allí te encontré, junto al armario, desmayada y sangrando. Por poco no me desmayo yo también del susto. A tu alrededor vi una porción de los soldados de tu hermano y otros muñecos rotos, hombrecillos de pasta, banderas hechas pedazos y al Cascanueces, que yacía sobre tu brazo herido, y, no lejos de ti, tu zapato izquierdo.

-¡Ay, mamaíta, mamaíta! -exclamó María-. ¿No ven ustedes que esas son las señales de la gran batalla que ha habido entre los muñecos y los ratones? Y lo que me asustó más fue que los últimos querían llevarse prisionero a Cascanueces, que mandaba el ejército de los muñecos. Entonces fue cuando yo tiré mi zapato en medio del grupo de ratones, y no sé lo que ocurrió después.

El doctor Wendelstern guiño un ojo a la madre, y ésta dijo con mucha suavidad:

-Bueno, déjalo estar, querida María. Tranquilízate: los ratones han desaparecido y Cascanueces está sano y salvo en el armario.


En el cuarto entró el consejero de Sanidad y habló largo rato con el doctor Wendelstern; luego tomó el pulso a María, la cual oyó perfectamente que decía algo de fiebre traumática. Tuvo que permanecer en la cama y tomar medicinas durante varios días, a pesar de que, aparte algunos dolores en el brazo, se encontraba bastante bien. Supo que Cascanueces salió salvo de la batalla, y le pareció que en sueños se presentaba delante de ella y con voz clara, aunque melancólica, le decía: "María, querida señora, mucho le debo, pero aún puede usted hacer más por mí." María daba vueltas en su cabeza qué podía ser ello, sin lograr dar solución al enigma.

María no podía jugar a causa del brazo herido, y, por tanto, se entretenía en hojear libros de estampas; pero veía una porción de chispitas raras y no aguantaba mucho tiempo aquella ocupación. Hacíansele larguísimas las horas y esperaba impaciente que anocheciese, porque entonces su madre se sentaba a su cabecera y le leía o le contaba cosas bonitas. Acababa su madre de contarle la historia del príncipe Facardín cuando abrió la puerta y apareció el padrino Drosselmeier diciendo:

-Quiero ver cómo sigue la herida y enferma María. En cuanto ésta vio al padrino con su gabán amarillo, recordó la imagen de aquella noche en que Cascanueces perdió la batalla contra los ratones y, sin poder contenerse, dijo, dirigiéndose al magistrado:

-Padrino Drosselmeier, ¡qué feo estabas! Te vi perfectamente cuando te sentaste encima del reloj y lo cubriste con tus alas de modo que no podía dar la hora, porque entonces los ratones se habrían asustado, y oí cómo llamabas al rey. ¿Por qué no acudiste en mi ayuda y en la de Cascanueces, padrino malo y feo? Tú eres el culpable de que yo me hiriera y de que tenga que estar en la cama.

La madre preguntó muy asustada:

-¿Qué es eso, María?

Pero el padrino Drosselmeier puso un gesto extraño y, con voz estridente y monótona, comenzó a decir incoherencias que semejaban una canción en la que intervenían los relojes y los muñecos y los ratones.

María miraba al padrino con los ojos muy abiertos, encontrándolo aún más feo que nunca, balanceando el brazo derecho como una marioneta. Seguramente habríase asustado ante el padrino si no está presente la madre y si Federico, que entró en silencio, no lanza una sonora carcajada y dice:

-Padrino Drosselmeier, hoy estás muy gracioso; te pareces al muñeco que tiré hace tiempo detrás de la chimenea.

La madre muy seria, dijo a su vez:

-Querido magistrado, es una broma pesada. ¿Qué quiere usted decir con todo eso?

-¡Dios mío! -respondió riendo el padrino-. ¿No conoce usted mi canción del reloj? Siempre se la canto a los enfermos como María.


Y, sentándose a la cabecera de la cama, dijo:

-No te enfades conmigo porque no sacara al rey de los ratones los catorce ojos; no podía ser. En cambio, voy a darte una gran alegría.

El magistrado metióse la mano en el bolsillo y sacó... al Cascanueces al cual había colocado los dientecillos perdidos y arreglado la mandíbula.

María lanzó una exclamación de alegría, y la madre dijo riendo:

-¿Ves tú que bueno ha sido el padrino con tu Cascanueces?

-Pero tienes que convenir conmigo, María -interrumpió el magistrado-, que Cascanueces no posee una gran figura y que tampoco tiene nada de guapo. Si quieres oírme, te contaré la razón de que en su familia exista y se herede tal fealdad. Quizá sepas ya la historia de la princesa Pirlipat, de la bruja Ratona y del relojero artista.

-Escucha, padrino Drosselmeier -exclamó Federico de pronto-: has colocado muy bien los dientes de Cascanueces y le has arreglado la mandíbula de modo que ya no se mueve; pero ¿por qué le falta la espada? ¿por qué se la has quitado?

-¡Vaya -respondió el magistrado de mala gana-, a todo le tienes que poner faltas, chiquillo! ¿Qué importa la espada de Cascanueces? Le he curado, y ahora puede coger una espada cuando quiera.

-Es verdad -repuso Federico-; es un mozo valiente y encontrará armas en cuanto le parezca. -Dime, María -continuó el magistrado-, si sabes la historia de la princesa Pirlipat.

-No -respondió María-; cuéntala, querido padrino, cuéntala.

-Espero -repuso la madre-, querido magistrado, que la historia no sea tan terrorífica como suele ser todo lo que usted cuenta.

-En absoluto, querida señora de Stahlbaum -respondió Drosselmeier-; por el contrario, es de lo más cómico que conozco.

-Cuenta, cuenta, querido padrino-exclamaron los niños.

Y el magistrado comenzó así:

Musica
Sugar Plum Fairy
"La Hada de Azucar"
del Cascanueces
**Peter Tchaikovsky**

 



 



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